jueves, 25 de febrero de 2010

Nena




Nací una madrugada de luna caliente, un martes de carnaval. Tan caliente fue esa luna, dicen, que el asfalto de las calles se derritió en ríos de lava gris y los pájaros se transformaron en hojas secas que volaron sin viento para volver varios días después.
Cuando habían pasado tres ciclos desde ese día, ya había aprendido a reconocer el giro de las estrellas reflejadas en las baldosas ajedrezadas del patio, a saludar a los rayos solares que viajaban en el techo de los trenes que miraba pasar desde la terraza, y a hablar con las palomas de la plaza cercana.
Le temía a las muñecas, pero no a los ojos que me miraban desde los colores del caleidoscopio que había hecho mi abuelo Lino, ni tampoco a las historias extrañas que me narraba con fondo de óperas.
Fue en ese ciclo, el tercero, cuando mi breve infancia parió a mi vida, en una otra casa, pequeña, lejos de la ciudad, recostada sobre un bosque de pinos y violetas, con el sol del verano en otro patio, amarillo, y una gran magnolia de donde se colgaba el lucero.
Así fue como me convertí en niña acuática, azul. Desde el fondo de mi propio río aprendí a escuchar el aleteo de las mariposas, a ver las invisibles voces del aire y a saborear los aromas de la tierra profunda.
Y entonces, ovillé mi imaginación verde, nueva, la guardé en mi bolsillo y la llevé conmigo a todas partes.

Me recuerdan solitaria, suspirante, tan sumergida en mi azul que apenas respondía con desagrado al "Nena", con el que me llamaba mi madre.
Me recuerdo pequeña, ascendiendo al cielo sentada en la enorme flor de magnolia, arropada en mi tibio río, tejiendo con jazmines en lápices futuros las historias que alguna vez contaría.


niña de la foto* yo misma
foto* Gerónimo Zappia, mi padre