lunes, 29 de diciembre de 2008

Madrugada





La pequeña duerme en la orilla del río. El río es verde. La pequeña tiene el pelo negro y la piel del color del té. La luna cuelga de lazos de niebla, fosforesciendo a la niña dormida. Sopla el viento, de pronto. El río aletea y cae la lluvia de jazmines. Brotes de luz se desprenden del agua, elevándose, creciendo, enredándose como hiedra en las piernas de la pequeña. Y en la caricia de la luz, la niña que duerme es estrella, es nube, es pez que vuela en la altura, es flores que el aire arrastra y suelta por terrazas y ventanas, es paloma que regresa con chispas de voces lejanas a la orilla del río verde.
En la arena tibia, la pequeña de té abre sus ojos de maga, sus dedos suben por su boca y enrulan el pelo húmedo de lluvia y de aromas.
Enredada en recuerdos despierta la madrugada.



viernes, 26 de diciembre de 2008

No basta* (rayuelas I)



un // díasupo // comolamaga // quenobasta // una

................... // rayuela // parallegaral // cielo






Foto: Celes

martes, 23 de diciembre de 2008

viernes, 19 de diciembre de 2008

La mirada de los otros-II


Su
ojo
en la pared
la vio
por primera vez desde aquella última.
Desde entonces sólo vive para verla.



miércoles, 17 de diciembre de 2008

Tendría...



hoy tendría que llorar a gritos a mares desgranar mi alma mi mente mi corazón desarmarme romperme parte a parte y caer pisar cada una de mis partes hacerlas sal y cenizas sentir el estallido de cada grano de sal tendría que gritar correr volar más allá de mí lejos de mí muy lejos de mí pero sigo sonriendo

lunes, 15 de diciembre de 2008

El cuento detrás del cuadro


Hace un tiempo escribí un cuento. Se llamó “Cuadros dentro de cuadro”, y le di fin con dos preguntas retóricas. Con él continué la construcción del Zigurat. El cuento tuvo lectores y comentadores. Me involucré con el comentario de un lector, y así, trenes y rayuelas, imaginando respuestas, quisieron jugar con palabras. Y el final de ese juego es “El cuento detrás del cuadro”, relato escrito con mi lector azul.




Una incertidumbre colgaba hacía ya diez años en un rincón de la casa. Una pintura llena de vacíos, baldosas y naranjas disparaba preguntas a quien la mirara.

Se trata quizás de un chico, un niño, que rebotaba una pelota plástica, amarilla, liviana, contra la pared.
El viento soplaba fuerte aquel día; y con ánimo lúdico, como venido del palacio de la isla de Maple atravesando espejos, desvió la pelota que justo pegó en la canasta desparramando las naranjas. Rebotó y pasó por sobre el petiso tapial, dándose lugar a la calle. El chico se apuró preocupado por no perderla, al mismo tiempo agradeciendo que se hubieran caído las naranjas en vez de haberle pegado a la vasija de arcilla que, aunque vacía, su mamá tanto quería.
Con audacia y picardía, el pibe, con la agilidad de las primeras décadas de vida, saltó el tapial (para no hacer ruido al abrir y cerrar la puerta), pensando en volver inmediatamente a juntar las naranjas, y así evitar el reto de su madre. Cómo iba a saber él que ese salto hacia la calle, iba a ser lo último que haría en ese patio…

La madre, dicen, lo escuchó saltar la pared y salió (esquivando las naranjas en el piso) a la calle para buscarlo. Algunos dicen haberlo visto pateando la pelota amarilla, a kilómetros de la puerta verde. Y su madre ahora anda, tal vez sin rumbo, desesperada, llamando a gritos a su hijo.

La madre preguntó a los vecinos si habían visto a su niño salir, huir o escaparse hacia algún lado. Los de la calle Rincón coincidieron en que lo vieron bajar del tapial y casi de inmediato cruzarse con una punzante mirada tierna, que pareció cautivarlo y llevarlo como atado a su par de ojos, y lo llevó más allá del patio, de las naranjas, de la puerta verde. En cambio, los de calle Rivadavia le dijeron que vieron doblar una bicicleta con canasto hacia el lado de su casa, y al poco tiempo la misma bicicleta cargando la pelota amarilla en su canasto, y seguido a velocidades inverosímiles por el pibe, lleno de una mezcla de indignación y espanto; llevándolo por calle Rincón hacia el lado del río.
Tras estos discursos la madre no pensó demasiado; al no verlo cerca viajó incansable por el tiempo; anduvo por rutas de asfalto y de tierra; caminó al costado del pavimento mirando a los costados, cruzó túneles y puentes, trepó colinas, recorrió los desiertos, atravesó las eternas llanuras, y llegó camino al sur, otra vez cerca del río.
En la casa nuevamente, ya no le importaron las naranjas, y ni siquiera pensó en la posibilidad de la vasija quebrada. Cerró la puerta verde, y con impotencia y desesperación, lloró. Lloró, lloró, lloró... La madre lloró tanto que la calle, que era de tierra, se transformó en río, el Río del Llanto sobre la calle Rincón, la cual también desemboca en un río; un río que nunca termina. Desde entonces, desde hace diez años, la casa flota a la deriva por el río, entre mil suspiros y cien olores.
El tiempo pareció detenerse en el patio: las naranjas hace diez años que se presumen ahí, frescas y perfumadas como recién cortadas; las baldosas ajedrezadas y la vasija permanecen intactas, el niño (que ahora es adulto) nunca se reencontró con aquellas baldosas. Y ya las extrañaba un poco, ya extrañaba la vasija y el olor de las naranjas en el patio, pero no sabía cómo llegar. Recordaba la calle Rincón hacia el sur, y la velocidad de la bicicleta escapando de sus pasos. Tenía la pelota amarilla bajo el brazo, ya muy deteriorada de tanto rodar. Se llenaba de melancolía de sólo recordar el brillo de aquellos ojos como dos gotas de petróleo, que le ofrecieron mil caricias con un pestaneo, y que torpemente dejó pasar por correr una bicicleta que se llevaba su pelota. Esperaba a que algo pasara: una balsa, una avioneta, aunque sea un ave que se posara cerca. No sabía bien cómo había llegado ahí, pero hoy el agua lo rodeaba... el suelo prestaba poca superficie y casi nulo entretenimiento. En esos días ya casi podía ver cómo se movía el sol, y cómo crecían las plantas. Pocos minutos al día la visibilidad de la atmósfera le permitía ver diminuto el paisaje de su viejo barrio costero. Ya hacía años estaba en esa isla, como sabiendo y esperando a que el azar o los giros del planeta le alcancen la casa con el patio, las naranjas y la madre; la madre que con su propio llanto alimentaba el río que llenaba los bordes de la isla donde él permanecía.
Una incertidumbre llenaba los días en una isla sin rincones. La misma incertidumbre que cuelga hace ya diez años en un rincón de la casa, que le pone aromas al patio, y le da sabor a las naranjas.




Rayuela, Trenazul.(escrito entre ambos, atravesando llanuras y ríos)

Pintura- Raúl Barnech-acuarela sobre papel.




Los disparadores de este texto se ven en

http://en-zigurat.blogspot.com/2008/12/cuadros-dentro-de-cuadro.html

http://lo-llamaban-trenazul.blogspot.com/2008/12/no-creo-poder-soportar.html

sábado, 13 de diciembre de 2008

martes, 9 de diciembre de 2008

Cuadros dentro de cuadro



..........................................................cualquier parecido con Fernando R....


Hace más o menos diez años, un amigo, R, me regaló este cuadro. El día que entré a su casa lo estaba terminando, sobre papel, y con acuarelas. Quedé maravillada frente a él. En ese momento yo estaba leyendo un libro de Gao Xingjiang, y empezaba un capítulo que describía el patio en el que el protagonista había jugado siendo niño. Ésto, sumado a mi cierta obsesión por los patios, cerraban el círculo. Le ofrecí a R comprárselo, cosa que me negó, ya que él, dijo, no vendía sus pinturas, eran puro pasatiempo, no vivía de éso.
En efecto, ahí quedó la cosa, no sin antes preguntarme, (R), porqué me gustaba tanto, si él tenía cuadros mejores. Le respondí que el patio de mi casa, que el libro que leía, que en mi casa había un naranjo... Pero, en realidad, lo que más me atraía, le dije después de un rato de charla, era la puerta que cerraba (o abría) el patio. Y qué pensás que hay detrás, preguntó mi amigo. No sé, respondí, es lo que quiero saber. Él tampoco lo sabía, dijo, es más, ni siquiera lo había pensado cuando puso allí esa puerta.
Días después, en manos de otra amiga,me llegó de regalo la pintura. Estuvo mucho tiempo guardada, esperando por un marco, hasta que decidí colgarla así, tal como es, en una pared de mi cuarto. No es una pared central, es casi un rinconcito, pero desde allí la veo cada vez que paso.
Hace muy poco tiempo, una amiga, R, pintó un patio parecido para ilustrar un capítulo de la novela que escribía. Nunca le pregunté si algo tenía que ver mi cuadro, pero ella , R, puso a su pequeña Lola sobre baldosas blancas y azules.
Pero, al margen de todas estas coincidencias, cada vez que lo miro, no dejo de preguntarme quién habrá volcado la cesta de las naranjas, y qué habrá detrás de la puerta verde y algo herrumbrada.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Silencio

.............................las...........................
..........volaron..........................pala.........
....se................................................bras
............................por............................
.......................tanto hablar......................
.................perdieron su sentido.................
...........................sólo............................
............................es.............................
.........................silencio..........................

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Las Ciudades Sutiles- Armilla


Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay detrás un hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no tienen nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de caños que terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Contra el cielo blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como frutos tardíos que han queddo colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros han terminado su trabajo y se han ido antes de que llegaran los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas.
Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede decir que Armilla esté desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro entrever una o muchas muchachas jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidads sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas.
La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua canalizados en las tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y náyades. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo recinto acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas las mujercitas: por la mañana se las oye cantar.

"Las ciudades invisibles" (fragmento). Italo Calvino (1982)
Mujercita de la foto: María Peñalva.

sábado, 29 de noviembre de 2008

La lluvia (en la mirada de los otros) I



esperaba

............la lluvia

......................acodada

.................................en la

........................................ventana


pasé
por la
vereda.........................y
..................................la
..................................vi..........................no
..............................................................me
..............................................................vio

martes, 25 de noviembre de 2008

domingo, 23 de noviembre de 2008

Vacío



Perdida de mí. Olvidada. Vacía.


No colores.
No músicas.
No palabras.


Suspendida.


Llueve. Los domingos siempre llueve.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

martes, 18 de noviembre de 2008

Escribir-(texto de Marqueritte Duras)



"Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas las luces, ya sean del exterior o las lámparas encendidas durante el día. Esta soledad real del cuerpo se convierte en la, inviolable, del escribir. Nunca hablaba de ésto con nadie. En aquel período de mi primera soledad ya había descubierto que lo que tenía que hacer era escribir.
Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. Lo he hecho. La escritura nunca me ha abandonado.

La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. Sucedió así. Me encerré en ella, también tenía miedo,claro. Y luego la amé. He necesitado veinte años para escribir lo que acabo de decir."


Duras, Margueritte. "Escribir"-1993





viernes, 14 de noviembre de 2008

Patios (final)



Cuánto tiempo más pensaré en patios (patios) lunares perfumados mojados soleados arremolinados cuadriculados (cuadriculados) blanco y negro con miedo a las estrellas cuadriculados amarillos con pinos y violetas y trece gatos durmiendo en una caja y la niña en el patio jugando riendo llorando cantando soñando y un pasillo (patio) donde la niña habla con su fantasma y trepa a los pinos y vuela hacia la luna sentada en magnolias y jazmines para ver el patio saltando de nube en nube y convertirse en viento barrilete bicicleta calles de tierra con sauces anhelantes y otras (calles) más lejanas con duendes habitando los pinares y mariposas (las mariposas).

Llegaron las mariposas.
Ese verano.

martes, 11 de noviembre de 2008

Patios-(de otros-III)


Soltemos las riendas, y niños seamos.


Celeste Rodríguez-(ayudándome a construir mi Zigurat),noviembre 2008-
Pintura:Remontando la Luna. Pilar Sala

Patios-(de otros- II)


Seamos niños en los patios en los que atardece, pero no se hace de noche; en los que llega la fría luna, pero es verano.

Y si no nos sale ser niños, mojémonos los labios.


Rocío Canetti-(ayudándome a construir mi Zigurat)-noviembre, 2008-

Ilustración: Vania Medeiros. Adolescente.

Patios- (de otros)



Patio,
Lugar testigo,
Siempre.
Testigo de emociones,
Testigo de mis lágrimas,
Testigo de mi sangre,
También la probaste.

Allí descubrí mis alas,
Allí las perdí.
Los soles se eclipsan,
La gente crece.

De niño no amaba,
Era feliz.
Así perdí mis alas,
Contigo las perdí.

Patio,
Lugar testigo,
Siempre.
Testigo de amores,
Y de su alma gemela
La desilusión,
Siempre.


Leonardo Paszukievicz (ayudándome a construir el Zigurat).noviembre,2008

Pintura- Le mal du monde- Renée Magritte

viernes, 7 de noviembre de 2008

Patios- II


Atardecí pensando en patios
Los patios de siempre
Los recurrentes
Los memoriosos
Amables patios
La niña en medio
Hablándole a su sombra
Reflejada en su reflejo
Soles en sus ojos
Magnolias en sus ojos
Alas en el alma y en los pies
Antes de las mariposas
Antes

martes, 4 de noviembre de 2008

Trenes


Ayer leí los tres últimos relatos de Tren Azul. Y como yo fui durante años una de las gentes vociferantes de los andenes de Temperley, me pegó fuerte la nostalgia. Entonces les acerco este cuento de Osvaldo Soriano, para compartirlos (el cuento y mi nostalgia) con mis queridos amigos.




Siempre me vuelven a la memoria aquellos viajes en tren que cambiaron mi vida. Eran viajes largos y rumorosos, con sándwiches de milanesa y limonadas caseras. Ahí vamos, mi madre y yo vestidos de domingo en el vagón de segunda. Mamá lleva un pañuelo azul al cuello y la mirada puesta en la ventanilla sucia. Yo voy de pantalón corto y es posible que lleve un pulóver marrón con los codos zurcidos. No sé a qué le temo ni en qué piensa mi madre.
Cae la tarde y el sol se esconde en el horizonte. Mi padre ha partido meses antes a ocupar su cargo en una oficina de Río Cuarto. Muchos años después, al escribir estas líneas, releo una carta que le mandé a los nueve años: "Querido papá: a mami ya le sacaron la benda y yo me estoy haciendo una onda, la goma me la trajo del regimiento el señor Limina. Ya tenemos camionero, es Jamelo, mandá plata. Cómo estás por allá? Asfaltan calles? acá no, Fernandino viene siempre entre las 10 o las 10 y media. Voy al cine cuando quiero y me levanto a las 10. Esperamos ir con vos, terminá la casa. Besos chau". Y al margen, como posdata: "El gatito está atado".
Algunos errores de sintaxis, la "be" de benda y los acentos que faltan. Una caligrafía rumbosa que mi padre conservó hasta el final entre sus papeles. El chico de la carta es el que viaja con su madre en un tren que culebrea y se detiene de tanto en tanto a reponer agua y carbón. Una locomotora negra, con humo negro, igual que esa a pilas con la que ahora juega mi hijo. Perón la ha pagado como si fuera nueva y lleva el escudo nacional. Me pregunto: ¿por qué está atado el gatito? ¿Qué venda le han sacado a mi madre? ¿Quién es Jamelo? ¿Por qué me preocupa tanto el asfalto de las calles?
Mi madre ya no se acuerda del gatito. Con más de ochenta años se le confunden los trenes. Había tomado el primero en Pamplona, cuando era chica, y siguió aquí, en esta tierra inmensa, detrás de mi padre. Al norte, al sur, a la sierra, al mar, mamá subió a todos los trenes. Me dice, escondida en una montaña de recuerdos difusos, que Jamelo era el de la mudanza y se lleva la mano a la frente donde todavía tiene la marca de aquella herida. Un barquinazo con el jeep de Obras Sanitarias, de eso me acuerdo bien. Mi padre siempre agarraba los pozos más grandes y en aquel de San Luis mi madre dejó la lozanía de su cara española. Sangraba y no podía entender qué le había pasado.. Mi viejo la cubrió con un pañuelo y manejó kilómetros y kilómetros maldiciendo todos los pozos que Dios ponía en su camino. En un hospital le colocaron esa venda que ya le han sacado en mi carta.
Manejaba mal, mi viejo, pero él nunca lo admitió. Una vez me atreví a decírselo en una curva, camino de Rauch. Frenó el coche en un pastizal y me dijo que bajara a pelear. Era así. Se enfrascaba en sus pensamientos y olvidaba la ruta. Entonces mi madre se sentía feliz de subir al tren justicialista. No le importaba que pasáramos días y días en aquellas butacas de madera durmiendo sobre una frazada. A la noche, cuando el tren se paraba en cualquier parte y los señaleros caminaban junto a la vía sin dar explicaciones, abría un paquete hecho con una caja de zapatos y todos los pasajeros se daban vuelta para sentir el aroma de nuestro pollo relleno. Tenía que durar hasta el final del viaje y lo administraba con un rigor de campesina. Mientras comíamos me contaba escenas de "Lo que el viento se llevó" y de postre las películas del Gordo y el Flaco. Entonces reía y los hacía correr perseguidos por un fantasma o subir un piano inútil a un segundo piso equivocado. El tren arrancaba a los tirones y después se paraba en una estación de mala muerte. Recuerdo que en ese viaje, o en otro, subieron a un boxeador noqueado y con los guantes todavía puestos, que mientras dormía narraba su propia derrota. Mi madre le mojó los labios con un pañuelo. El entrenador llevaba sombrero, tiradores y una boquilla, pero se le habían acabado los cigarrillos. Cada vez que mamá se inclinaba a auxiliar a su amigo el tipo se sacaba el sombrero y rogaba a Dios que se despertara para la próxima pelea.

Una vez que hicimos noche en un hotel de Bahía Blanca tardé en dormirme y entreví la desnudez de mi madre en la ducha. Al día siguiente, en el expreso a Neuquén, le pregunté qué era esa cosa negra que tenía "ahí". Me miró y durante un rato movió los labios sin hablar. Por fin dijo: "Un hormiguero" , y ésa es la única cosa textual que recuerdo de nuestra charla. Yo tenía cuatro o cinco años y ella todavía no llevaba la huella en la frente. Una vez le escuché decir que querían adoptar un hermanito para mí. La odié y odié a mi padre hasta que me preguntó si quería un hermano de regalo y yo me puse a llorar. Pero eso fue mucho más tarde, entre el rápido a Río Cuarto y el expreso a Cipolletti.

Ahora creo que vamos rumbo a San Luis y en un lugar penumbroso suben dos mellizos vestidos de azul, con una valija inmensa. Al rato uno abre la valija y de adentro sale un enano. No necesitan boleto. Los tres son, le informan al guarda, electores de Perón. Los que el pueblo votó para votar a Perón. En casa, el peronismo era mala palabra pero ahí, de noche y a los cimbronazos, estallan aplausos y el enano levanta los brazos subido a su asiento. Alguien, atrás, empieza a vociferar "aquí están/éstos son/los muchachos de Perón". Uno de los mellizos se sienta al lado de mi madre y enseguida le saca un piropeo de versos floridos. Ella se levanta en silencio, indignada, con la cicatriz que le cruza la frente, y me arrastra al pasillo. "Éste es mi hijo" , le dice al guarda mientras me pone la mano sobre un hombro, " y en este tren, como manda el general, los únicos privilegiados son los niños". Me parece mentira que lo diga ella, pero el de uniforme se pone duro como un mástil y el enano deja de gritar. Después todo pasa muy rápido. En la siguiente estación sube la policiía y se lleva a los electores a empujones. Un gordo engominado se acerca a mi madre y se disculpa en nombre del ferrocarril: los privilegios de los niños alcanzan a las madres, dice y suda a mares mientras su mano grasienta me acaricia la cabeza. Parece asustado y nos ofrece pasar al vagón de primera.

Esa fue la única vez que viajamos en asientos mullidos. Mi madre se recuesta y cierra los ojos. Ahora veo: el gatito está atado a una silla, enredado en un ovillo de lana. Dormía en mi cama como ahora otro duerme junto a mi hijo. A veces yo era el Corsario Negro y él el Corsario Rojo que iba a morir en el cadalso. Era negro y blanco con un morro fino y una paciencia infinita. Una noche no volvió, la siguiente tampoco y a la tercera empezamos a llorarlo.

Nos había acompañado en otros trenes, aterrado por el encierro y el ruido. Venía del asfalto de Mar del Plata y tal vez sufría los calientes desiertos puntanos. ¿Sueña con eso mamá cuando duerme esa noche en el tren? ¿Sueña con su aldea de Navarra? ¿Con la voz de Magaldi? ¿Con los bailes de Barracas cuando era joven y trabajaba en la fábrica de medias? En la larga espera de una estación desconocida, esta vez rumbo a Tandil, habla de ella: años atrás un tal Fermín Estrella Gutiérrez le ha escrito versos de amor, dice. Era elegante y gentil aquel poeta de sonoro apellido. Qué más, me pregunto ahora: ¿qué otros sueños? ¿Más praderas y distancias? Tal vez la pensión de la calle Brasil, a una cuadra de donde vivía el Peludo Yrigoyen. La estación Constitución donde desembarcamos por primera vez, yo intimidado por la inmensa avenida y ella feliz con su sombrero de paja bajo el sol.

Trenes de madera, de fierro, de juguete. resaca ingelsa y vivezas criollas. Van peones deportados, viajantes medrosos, boxeadores noqueados, antiguos electores de Yrigoyen y Perón. Ahí va Gardel que todavía no es Gardel. Viene Eva, que todavía no es Evita. Sube su moto un chico que todavía no es el Che. Todos duermen, igual que mi madre. Van a la deriva del destino. A cara o cruz. Aunque nunca hablemos de los sueños, es en ellos donde alguna vez somos enteramente felices. Mientras ruge la locomotora y crujen las maderas de aquel vagón justicialista.



Cuento de Osvaldo Soriano.


Foto de Celes y Silvia, Monte Grande, julio 2008



domingo, 2 de noviembre de 2008

Las Ciudades y los Intercambios- Cloe


En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles no se conocen. Al verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie saluda a nadie, las miradas se cruzan un segundo y después huyen, husmean otras miradas, no se detienen.
Pasa una muchacha que hace girar una sombrilla apoyada en su hombro, y también un poco la redondez de las caderas. Pasa una mujer vestida de negro que representa todos los años que tiene, con ojos inquietos bajo el velo y los labios trémulos. Pasa un gigante tatuado; un hombre joven con el pelo blanco; una enana; dos mellizas vestidas de coral. Algo corre entre ellos, un intercambio de miradas como líneas que unen una figura a la otra y dibujan flechas, estrellas, triángulos, hasta que todas las combinaciones se agotan, y otros personajes entran en escena: un ciego con un guepardo sujeto con cadena, una cortesana con abanico de plumas de avestruz, un efebo, una mujer descomunal. Así, entre quienes por casualidad se juntan para guarecerse de la lluvia bajo un soportal, o se apiñan debajo del toldo del bazar, o se detienen a escuchar la banda en la plaza, se consuman encuentros, seducciones, copulaciones, orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse con un dedo, casi sin alzar los ojos. Una vibración lujuriosa mueve continuamente a Cloe, la más casta de las ciudades. Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de opresiones, y el carrusel de la fantasía se detendría.


Italo Calvino, Las ciudades invisibles,1982 (fragmento)

Silvia Z, collage

miércoles, 29 de octubre de 2008

Patios


Patios rojos
Patios blancos
Patios negros
Patios blancos y negros
Como puzzles
Y la niña en medio
Sombra de su propia sombra
Reflejo de su reflejo
El sol en el patio
La luna en el patio
Estrellas en el patio
La niña en medio
Alas en el alma
Ojos de desvelo
Antes de las mariposas
Antes

lunes, 27 de octubre de 2008

Continuidad de los parques


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi enseguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo está decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Dese la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza de un hombre en el sillón leyendo una novela.



Julio Cortázar-(Final del Juego,1958)

Alejandra Karageorgiu-(ilustración)
-




viernes, 24 de octubre de 2008

Homenaje



Y aquí estoy estando subiendo a la terraza de luna fría es una hermosa hora para tanto silencio yo misma compraré las flores Quentin Quentin no vayas al norte prender fuego al templo tanta agua tan cerca de casa sonó el teléfono soy yo mi nombre es el espejo los tigres y las ruinas desde lo alto veo Comala Macondo Armilla y doce pisos.

En blanco



Al principio
no había más
que el suceso
y sus consecuencias.


Pintura- L'autre universe-Gao Xingjiang