martes, 31 de diciembre de 2019

ensalada de frutas



*

Cuando yo tenía tres años salimos de la casa de mis abuelos para mudarnos a la nuestra, esa que mis padres habían construído con esfuerzo y, hoy quiero creer, con el amor que en ese momento los unía.
En esa casa; un dormitorio común, una cocina y un baño; yo esperaba los veranos. Eran esos veranos míos, con cuatro o cinco años, los que me quedaron tatuados, bien tatuados. Eran las casuarinas que rodeaban la casita, era el monte de violetas, terriblemente verde y deliciosamente fresco para pisar descalza; y el final del año.

Mi papá siempre madrugó. En invierno por su trabajo; en verano, en vacaciones, para “aprovechar la fresca” de aquel gran Buenos Aires incipiente, para guardarse del sol que más tarde estallaría en las calles de tierra.
Se levantaba tempranísimo, tomaba mate en el patio y regaba su huerta. Y yo, la niña insomne, lo espiaba entre las rendijas de la persiana. En aquellos veranos dejaba de ser el químico, el profe, para ser solamente mi papá.
Entonces llegaba el día tan esperado, el final del año. Era un día de nosotros solos, las familias de ambas partes vivían en la capital y no llegaban a ese fin de mundo a donde nos habíamos ido a vivir.
Y ahí estaba mi papá, en la mesa de mármol del patio, bajo la sombra del ciruelo y la glorieta de glicinas, pelando y cortando frutas para la ensalada, clásico e infaltable postre de esa fecha.
Ensalada de frutas. Yo odiaba la ensalada de frutas. Yo odio la ensalada de frutas. Pero igual esperaba un momento: ya estaban peladas las manzanas, las naranjas en gajos con todo su jugo, las insoportables bananas. La niña insomne, en calzones blancos, esperaba el momento: al final,el corte de los duraznos y el ananá. No había (y aún hoy me acompaña, en este momento me acompaña desde el teclado donde escribo) un olor más feliz, más volutpuoso, que el de los duraznos y el ananá, chorreantes de su propia azúcar.
Y ahí salía yo, en calzones, con mis pelos pajizos hechos un desastre, descalza, a la frescura del patio. Mi mamá aparecía con el mate, y mi papá ya me había llenado una taza con esas dos frutas eróticas.Me desayunaba con ellas, comiéndolas con la mano, con los ojos, con mi cuerpo entero.

*



domingo, 8 de diciembre de 2019

intento de poema


*


algún día volveré a escribir
sobre la luz del jazmín
sobre la casa habitada por
el viento del mar.

durante miles de meses mudé
de piel. acepté
la pérdida
el dolor de irse, de irme,
de pujar un parto ajeno de sesenta años
en el que nací y morí
a las pocas horas, o días,
no recuerdo, trazando así
un mapa de muertes sucesivas y resurrecciones.



(debí haberla llevado a la orilla,
debió haber mojado sus pies viejos y doloridos en la sal,
pero ninguna se atrevió al esfuerzo.)




y de otro parto, en el que
dí a luz y morí años después.
morí de parto, morí de la pérdida
ya nacida, aunque yo qué sabía.

(debí haberla bautizado
en la espuma perfumada de la mañana,
para que supiera de su nombre y de cómo alejar el mío.)



muertes, duelos y resurrecciones; muertes, duelos y resurrecciones.



algún día mis ojos volverán
tal vez
a ver la poesía en lo cotidiano,
en el proceso sencillo de vivir.

y hoy es diciembre
y sigo arrancándome a
tiras la piel seca que transito,
la piel de tres mujeres,( yo en medio,
desangrada.)

el jazmín huele con fuerza en el patio
el viento del mar sopla aunque yo lo ignore.
ojalá
me alancen su bruma y su humedad,
su color verde, su llovizna iluminada.


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sábado, 28 de septiembre de 2019

De cuando Silvia atravesó el espejo (o se perdió)

*

El 27 de septiembre de 1979 nacieron nuestros mellizos, vieron la luz del quirófano, oyeron la música rock que sonaba en una radio, y los aplausos del médico y sus asistentes a las 13,01 y 13,03 hs de un jueves luminoso.


Fue una tarde caótica, de visitas, llantos, pañales (de tela!), disputas entre cuál abuela sostenía o acunaba a cuál bebé, hasta que hizo su entrada el pediatra, y mandó a todos a sus casas, porque la mamá que acababa de parir y el debutante papá necesitaban intimidad. Antes de cerrar la puerta, miró a los bebés. Señaló al más pequeño y me dijo: este chiquito te va a volver loca. Por qué? pregunté. Son años, dijo. Y salió. (Y no se equivocó)
La noche continuó caótica. Ignacio, el que nos volvería locos, fue puesto en una cuna térmica, porque perdía temperatura, y Federico no paraba de llorar- A mitad de la noche, casi madrugada, volvió el pediatra. Basta de tetas vacías, traigan mamaderas! Son dos bebés para alimentar! gritó el petiso idéntico a Dany de Vito a las enfermeras, que me habían torturado por horas con el bla bla bla de la lactancia materna y lastimando mis tetas vacías- Gotas de Factor AG para el gordo y abrile le boca al chiquito, porque aún no controla los reflejos, me dijo. Y así se llamaron hasta dejar la clínica, Gordo y Chiquito.
No recuerdo mucho del día siguiente, salvo que me adormilaba de a ratos, y en uno de esos momentos alguien dio mamaderas a los bebés, creo que mi madre; y una voz me dijo que habían mandado a Roberto a dormir- Recuerdo también ver acercarse lentamente a mi suegro al borde de mi cama y acariciarme la cabeza. Un capo mi suegro. El abuelo Manuel.
Esa noche me levanté. Increíblemente los bebés dormían, y su papá también. Fui al baño, me higienicé por mis propios medios, me lavé el pelo en la pileta del lavatorio, los dientes; y entonces mis ojos dieron en el espejo. No había prendido la luz del baño, sino una tenue luz amarilla de un antebaño. Siempre fui medio gatuna, siempre tuve visión nocturna. Entonces fue cuando me vi. Cuando vi a Silvia. A una Silvia que no era yo. Los ojos de mi abuela Edel me miraron desde el espejo. Me toqué la cara, que era la de mi padre, palpé mi nariz, a medias entre la de mi madre y mi padre. Y me asusté. Y supe que me había ido muy lejos, a algún lugar del que ya no volvería. Estaba perdida. Esa Silvia de 22 años que un día antes tenía la panza del tamaño de un globo terráqueo y los pies de un elefante, se había ido.
Sentí un ruidito, de esos que hacen los bebés. Contuve el llanto y el miedo y salí del baño. Chiquito (Nacho, vamos), se movía y cambiaba solo de posición. Tiene reflejos! se alegró esta Silvia, la recién llegada desde el espejo. Lo alcé, bien abrazado para que no perdiera calor, y pensé: vive, va a vivir- Lo separé un poquito de mi pecho y lo miré. Tenía cara de adulto y una mata de pelo colorado, al contario de su hermano, moreno claro y redondito, absolutamente bebé, tibio, algodonoso, morfable, parecido solamente a él mismo, como la mayoría de los bebés.
Tengo un nene zanahoria, pensé, flaquito y colorado.Hubo algo, una fuerza, un empuje, que me mandó otra vez al baño, al espejo. Apoyé su cara diminuta a la mía y nos miré. Sentí su maravilloso calorcito, y en medio de esos movimientos musculares, payasescos, que hacen los peques muy peques, vi en la carita de mi hijo a mi suegro, a mi esposo, a mi abuela paterna...y a mí. A mí de ese momento. A esa Silvia que había atravesado el espejo.
Y la otra Silvia, nunca supe qué fue de ella. Al instante, Gordo (Fede, vamos), rompió a llorar desaforadamente, y la jovencita de 22 años, embarazada, con toda la fama a cuestas de ser la futura mamá de los mellizos (tener dos bebés juntos te da una fama que ni Brad Pitt), se fue, no sé a dónde, y me dejó sola, perdida con mi bebé zanahoria en brazos, viendo saltar a mi esposo a acunar a Gordo, que lloró y lloró y lloró por el resto de la noche.
Y, mientras escribo esto, a cuarenta años de aquel momento, recuerdo una frase de un personaje de Winterson, que me va de diez: “Por qué la pérdida es la medida del 
amor?-

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