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Cuando
yo tenía tres años salimos de la casa de mis abuelos para mudarnos
a la nuestra, esa que mis padres habían construído con esfuerzo y,
hoy quiero creer, con el amor que en ese momento los unía.
En
esa casa; un dormitorio común, una cocina y un baño; yo esperaba
los veranos. Eran esos veranos míos, con cuatro o cinco años, los
que me quedaron tatuados, bien tatuados. Eran las casuarinas que
rodeaban la casita, era el monte de violetas, terriblemente verde y
deliciosamente fresco para pisar descalza; y el final del año.
Mi
papá siempre madrugó. En invierno por su trabajo; en verano, en
vacaciones, para “aprovechar la fresca” de aquel gran Buenos
Aires incipiente, para guardarse del sol que más tarde estallaría
en las calles de tierra.
Se
levantaba tempranísimo, tomaba mate en el patio y regaba su huerta.
Y yo, la niña insomne, lo espiaba entre las rendijas de la persiana.
En aquellos veranos dejaba de ser el químico, el profe, para ser
solamente mi papá.
Entonces
llegaba el día tan esperado, el final del año. Era un día de
nosotros solos, las familias de ambas partes vivían en la capital y
no llegaban a ese fin de mundo a donde nos habíamos ido a vivir.
Y
ahí estaba mi papá, en la mesa de mármol del patio, bajo la sombra
del ciruelo y la glorieta de glicinas, pelando y cortando frutas para
la ensalada, clásico e infaltable postre de esa fecha.
Ensalada
de frutas. Yo odiaba la ensalada de frutas. Yo odio la ensalada de
frutas. Pero igual esperaba un momento: ya estaban peladas las
manzanas, las naranjas en gajos con todo su jugo, las insoportables
bananas. La niña insomne, en calzones blancos, esperaba el momento:
al final,el corte de los duraznos y el ananá. No había (y aún hoy
me acompaña, en este momento me acompaña desde el teclado donde
escribo) un olor más feliz, más volutpuoso, que el de los duraznos
y el ananá, chorreantes de su propia azúcar.
Y
ahí salía yo, en calzones, con mis pelos pajizos hechos un
desastre, descalza, a la frescura del patio. Mi mamá aparecía con
el mate, y mi papá ya me había llenado una taza con esas dos frutas
eróticas.Me desayunaba con ellas, comiéndolas con la mano, con los
ojos, con mi cuerpo entero.
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