Hace un tiempo escribí un cuento. Se llamó “Cuadros dentro de cuadro”, y le di fin con dos preguntas retóricas. Con él continué la construcción del Zigurat. El cuento tuvo lectores y comentadores. Me involucré con el comentario de un lector, y así, trenes y rayuelas, imaginando respuestas, quisieron jugar con palabras. Y el final de ese juego es “El cuento detrás del cuadro”, relato escrito con mi lector azul.
Una incertidumbre colgaba hacía ya diez años en un rincón de la casa. Una pintura llena de vacíos, baldosas y naranjas disparaba preguntas a quien la mirara.
Se trata quizás de un chico, un niño, que rebotaba una pelota plástica, amarilla, liviana, contra la pared.
El viento soplaba fuerte aquel día; y con ánimo lúdico, como venido del palacio de la isla de Maple atravesando espejos, desvió la pelota que justo pegó en la canasta desparramando las naranjas. Rebotó y pasó por sobre el petiso tapial, dándose lugar a la calle. El chico se apuró preocupado por no perderla, al mismo tiempo agradeciendo que se hubieran caído las naranjas en vez de haberle pegado a la vasija de arcilla que, aunque vacía, su mamá tanto quería.
Con audacia y picardía, el pibe, con la agilidad de las primeras décadas de vida, saltó el tapial (para no hacer ruido al abrir y cerrar la puerta), pensando en volver inmediatamente a juntar las naranjas, y así evitar el reto de su madre. Cómo iba a saber él que ese salto hacia la calle, iba a ser lo último que haría en ese patio…
La madre, dicen, lo escuchó saltar la pared y salió (esquivando las naranjas en el piso) a la calle para buscarlo. Algunos dicen haberlo visto pateando la pelota amarilla, a kilómetros de la puerta verde. Y su madre ahora anda, tal vez sin rumbo, desesperada, llamando a gritos a su hijo.
La madre preguntó a los vecinos si habían visto a su niño salir, huir o escaparse hacia algún lado. Los de la calle Rincón coincidieron en que lo vieron bajar del tapial y casi de inmediato cruzarse con una punzante mirada tierna, que pareció cautivarlo y llevarlo como atado a su par de ojos, y lo llevó más allá del patio, de las naranjas, de la puerta verde. En cambio, los de calle Rivadavia le dijeron que vieron doblar una bicicleta con canasto hacia el lado de su casa, y al poco tiempo la misma bicicleta cargando la pelota amarilla en su canasto, y seguido a velocidades inverosímiles por el pibe, lleno de una mezcla de indignación y espanto; llevándolo por calle Rincón hacia el lado del río.
Tras estos discursos la madre no pensó demasiado; al no verlo cerca viajó incansable por el tiempo; anduvo por rutas de asfalto y de tierra; caminó al costado del pavimento mirando a los costados, cruzó túneles y puentes, trepó colinas, recorrió los desiertos, atravesó las eternas llanuras, y llegó camino al sur, otra vez cerca del río.
En la casa nuevamente, ya no le importaron las naranjas, y ni siquiera pensó en la posibilidad de la vasija quebrada. Cerró la puerta verde, y con impotencia y desesperación, lloró. Lloró, lloró, lloró... La madre lloró tanto que la calle, que era de tierra, se transformó en río, el Río del Llanto sobre la calle Rincón, la cual también desemboca en un río; un río que nunca termina. Desde entonces, desde hace diez años, la casa flota a la deriva por el río, entre mil suspiros y cien olores.
El tiempo pareció detenerse en el patio: las naranjas hace diez años que se presumen ahí, frescas y perfumadas como recién cortadas; las baldosas ajedrezadas y la vasija permanecen intactas, el niño (que ahora es adulto) nunca se reencontró con aquellas baldosas. Y ya las extrañaba un poco, ya extrañaba la vasija y el olor de las naranjas en el patio, pero no sabía cómo llegar. Recordaba la calle Rincón hacia el sur, y la velocidad de la bicicleta escapando de sus pasos. Tenía la pelota amarilla bajo el brazo, ya muy deteriorada de tanto rodar. Se llenaba de melancolía de sólo recordar el brillo de aquellos ojos como dos gotas de petróleo, que le ofrecieron mil caricias con un pestaneo, y que torpemente dejó pasar por correr una bicicleta que se llevaba su pelota. Esperaba a que algo pasara: una balsa, una avioneta, aunque sea un ave que se posara cerca. No sabía bien cómo había llegado ahí, pero hoy el agua lo rodeaba... el suelo prestaba poca superficie y casi nulo entretenimiento. En esos días ya casi podía ver cómo se movía el sol, y cómo crecían las plantas. Pocos minutos al día la visibilidad de la atmósfera le permitía ver diminuto el paisaje de su viejo barrio costero. Ya hacía años estaba en esa isla, como sabiendo y esperando a que el azar o los giros del planeta le alcancen la casa con el patio, las naranjas y la madre; la madre que con su propio llanto alimentaba el río que llenaba los bordes de la isla donde él permanecía.
Una incertidumbre llenaba los días en una isla sin rincones. La misma incertidumbre que cuelga hace ya diez años en un rincón de la casa, que le pone aromas al patio, y le da sabor a las naranjas.
Rayuela, Trenazul.(escrito entre ambos, atravesando llanuras y ríos)
Pintura- Raúl Barnech-acuarela sobre papel.
Los disparadores de este texto se ven en
http://en-zigurat.blogspot.com/2008/12/cuadros-dentro-de-cuadro.html
http://lo-llamaban-trenazul.blogspot.com/2008/12/no-creo-poder-soportar.html