domingo, 5 de diciembre de 2021

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Mis pies chapotean en el agua del patio.

Las plantas pedían agua,

hoy pude atender a su llamado

que ya era grito, esperando la

lluvia del sur que no llega.

Estuve con ellas, les saqué los yuyos

(esta palabra me fascinaba cuando nena,

iuios, decía; y hoy, sin darme cuenta,

la uso, la plasmo en la escritura de algo

que quiero sea claro, suave,

que se deslice como el agua por

las baldosas de teja roja).

Mi cactus, al que llamé Casiopea cuando lo planté

hace quince años en una maceta en mi ventana, floreció

por primera vez; una flor amarilla,

al tacto como papel de arroz. El jazmín

(sí, mi repetición año tras año, el jazmín de leche)

es un estallido de estrellitas blancas

y el otro, el de Chile, extendió sus guías y, por fin,

llegó hasta la puerta de mi cocina.

Es todo perfume, puro racimo que

cae goteando el agua del riego.

La tarde azulea, mientras sujeto

las pequeñas orquídeas

al tronco del ficus.


Empiezan a olerse las cenas

vecinas preparándose

y yo aquí,

pretendiendo un poema

que hace años no escribo.


Ramos de agua

en las entreluces de

una tristeza