Mis pies chapotean en el agua del patio.
Las plantas pedían agua,
hoy pude atender a su llamado
que ya era grito, esperando la
lluvia del sur que no llega.
Estuve con ellas, les saqué los yuyos
(esta palabra me fascinaba cuando nena,
iuios, decía; y hoy, sin darme cuenta,
la uso, la plasmo en la escritura de algo
que quiero sea claro, suave,
que se deslice como el agua por
las baldosas de teja roja).
Mi cactus, al que llamé Casiopea cuando lo planté
hace quince años en una maceta en mi ventana, floreció
por primera vez; una flor amarilla,
al tacto como papel de arroz. El jazmín
(sí, mi repetición año tras año, el jazmín de leche)
es un estallido de estrellitas blancas
y el otro, el de Chile, extendió sus guías y, por fin,
llegó hasta la puerta de mi cocina.
Es todo perfume, puro racimo que
cae goteando el agua del riego.
La tarde azulea, mientras sujeto
las pequeñas orquídeas
al tronco del ficus.
Empiezan a olerse las cenas
vecinas preparándose
y yo aquí,
pretendiendo un poema
que hace años no escribo.
Ramos de agua
en las entreluces de
una tristeza