Cuando llegué con mis padres a vivir a la pequeña casa entre pinos y violetas, Ángela ya tenía el pelo plateado. Fuimos sus primeros vecinos, y ella fue la primera amiga de mi madre en el pueblo que creció junto con nosotros. La visitamos todos los finales de tarde de ese primer verano fulgurante, y lo seguimos haciendo casi a diario por el resto de su vida.Con el paso de los años, Ángela se convirtió en mi abuela por elección, y finalmente en mi amiga.
Su casa era vieja y sombreada, con el frente tapizado de hiedras y la galería estallando en todos los jazmines del mundo, que marcaron a fuego mi alma de niña acuática. Pero lo mejor de la casa era su cocina, habitada por luces felices. En ella Ángela me enseñó que el mal humor se esfumaba perfumándome de budines de vainilla y limón, que la tristeza se curaba con pócimas de chocolate, que las nubes de merengue eran las mejores para refrescar los atardeceres de verano, y que las grandes tazas de café humeante eran una compañera más en las tardes desapacibles de invierno.
En esa cocina Ángela tenía una alacena mágica. Al abrirla salían de ella azules platos de Inglaterra, pequeñas tacitas de la China y brillantes frascos de mermeladas de naranjas y ciruelas, que besaban mi boca convirtiéndola en sonrisa.
Cuando Ángela se fue, muchos años más tarde, no hubo lágrimas. Ella había instalado su sonora risa de campana en los corazones y en el aire.
foto* Anabella González
Su casa era vieja y sombreada, con el frente tapizado de hiedras y la galería estallando en todos los jazmines del mundo, que marcaron a fuego mi alma de niña acuática. Pero lo mejor de la casa era su cocina, habitada por luces felices. En ella Ángela me enseñó que el mal humor se esfumaba perfumándome de budines de vainilla y limón, que la tristeza se curaba con pócimas de chocolate, que las nubes de merengue eran las mejores para refrescar los atardeceres de verano, y que las grandes tazas de café humeante eran una compañera más en las tardes desapacibles de invierno.
En esa cocina Ángela tenía una alacena mágica. Al abrirla salían de ella azules platos de Inglaterra, pequeñas tacitas de la China y brillantes frascos de mermeladas de naranjas y ciruelas, que besaban mi boca convirtiéndola en sonrisa.
Cuando Ángela se fue, muchos años más tarde, no hubo lágrimas. Ella había instalado su sonora risa de campana en los corazones y en el aire.
foto* Anabella González