martes, 29 de mayo de 2012

todo final es posible*- cuento de lila (XXXI)




Tomó el primer tren de la noche y llegó a la casa de la sierra con las primeras gotas de rocío. Iba a pasar dos días en la vieja casa familiar, cerrada desde la muerte de Ofelia, desde ese día absurdo y feroz en el que ella se había convertido en mujer acuática con fulgor de luna.
El equipaje de Julio Pollet era liviano, lo más liviano posible, en ese abril adelantado de invierno, y así, liviano, pretendía volver a la ciudad, a su vida de todos los días y a su ajedrez de cristal. Julio, como siempre, vestía de azul y llevaba un libro de poesía en el bolsillo de su abrigo. Al bajar del tren había cruzado a la plaza de frente a la estación aún iluminada en naranjas y blancos y se había sentado largo rato en un banco de piedra, su sombrero hacia atrás, sus ojos plateados de ausencia, antes de tomar el auto que lo llevaría hasta la casa. Fue en ese banco gris donde encontró el pañuelo de gasa azul turquesa, signo y señal.


Lila esperaba recostada en el marco de la ventana que miraba el camino de tierra. Eran apenas las primeras gotas de rocío y el cielo con pájaros dormidos y luna a lo lejos.
Lila esperaba un recuerdo. Lejos estaban las noches en las que había soñado una mujer sin rostro y las mañanas amarillas con restos de lluvia en las veredas. El mundo se había vuelto acuático y azul, como un pañuelo de gasa abandonado en un banco de plaza, como un libro de poesía.
Más allá de las últimas flores de abril vio el aleteo en el camino de tierra. Supo reconocer lo vislumbrado en amaneceres escritos en el cuerpo. Era el recuerdo dejando de serlo. Era el parto delicado del presente, indoloro parto por tan esperado. Era regresarse, era girar en el centro del círculo, recoger las mariposas muertas, destapar el espejo, era releer el capítulo siete, era ser de cristal y lloverse.


Hola, dijo Julio, vine a traerte flores. Estas flores que salvé de las hormigas*