Tomó
el primer tren de la noche y llegó a la casa de la sierra con las
primeras gotas de rocío. Iba a pasar dos días en la vieja casa
familiar, cerrada desde la muerte de Ofelia, desde ese día absurdo
y feroz en el que ella se había convertido en mujer acuática con
fulgor de luna.
El
equipaje de Julio Pollet era liviano, lo más liviano posible, en ese
abril adelantado de invierno, y así, liviano, pretendía volver a la
ciudad, a su vida de todos los días y a su ajedrez de cristal.
Julio, como siempre, vestía de azul y llevaba un libro de poesía en
el bolsillo de su abrigo. Al bajar del tren había cruzado a la plaza
de frente a la estación aún iluminada en naranjas y blancos y se
había sentado largo rato en un banco de piedra, su sombrero hacia atrás, sus ojos plateados de ausencia, antes de tomar el
auto que lo llevaría hasta la casa. Fue en ese banco gris donde
encontró el pañuelo de gasa azul turquesa, signo y señal.
Lila
esperaba recostada en el marco de la ventana que miraba el camino de
tierra. Eran apenas las primeras gotas de rocío y el cielo con
pájaros dormidos y luna a lo lejos.
Lila
esperaba un recuerdo. Lejos estaban las noches en las que había
soñado una mujer sin rostro y las mañanas amarillas con restos de
lluvia en las veredas. El mundo se había vuelto acuático y azul,
como un pañuelo de gasa abandonado en un banco de plaza, como un
libro de poesía.
Más
allá de las últimas flores de abril vio el aleteo en el camino de
tierra. Supo reconocer lo vislumbrado en amaneceres escritos en el cuerpo. Era el recuerdo dejando de serlo. Era el parto delicado del
presente, indoloro parto por tan esperado. Era regresarse, era girar en el centro del círculo, recoger
las mariposas muertas, destapar el espejo, era releer el capítulo
siete, era ser de cristal y lloverse.
Hola,
dijo Julio, vine a traerte flores. Estas flores que salvé de las
hormigas*