La primera vez que se vieron, después de milenios buscándose sin saberse, se reconocieron en sus miradas. La de él era del gris de la plata antigua y la de ella violeta de aguas profundas. A lo largo del camino, él había guardado en su piel el color de la arena y el olor de maderas y mar. Ella nunca había perdido su condición vegetal, a veces bosque, a veces jazmín.
A lo largo de los días, o meses, o años o centurias que siguieron el camino juntos, él fue cambiando el color de su piel, siendo a veces tonos de olivo de montes lejanos, a veces del color del asfalto que sus pies pisaban, y ya nada quedaba del mar, salvo cierta ondulación en su voz. Lo que permaneció intacto en él fue el olor a maderas.
Ella, en cambio, fue siendo cada vez bosque más profundo y jazmín que trepa en la altura.
Les era común un brillo particular, un aura diferente, extraña, claroscura de azules y naranjas, que los mantenía unidos en otro espaciotiempo.
***
Yo los vi en una estación de tren, en una tarde soleada de un septiembre indeciso entre inviernos y primaveras.
Yo los vi verse. No se hablaron ni se tocaron, sólo eran ojos entramados.
Ella caminó hacia el tren, ahora con cierto reflejo de alga y de sándalo, y él desapareció entre la gente, habiendo antes guardado algo de perfume de jazmín en un bolsillo de su memoria.
Siempre los recuerdo.