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El 27 de septiembre de 1979 nacieron nuestros mellizos, vieron la luz del quirófano, oyeron la música rock que sonaba en una radio, y los aplausos del médico y sus asistentes a las 13,01 y 13,03 hs de un jueves luminoso.
Fue una tarde caótica, de visitas, llantos, pañales (de tela!), disputas entre cuál abuela sostenía o acunaba a cuál bebé, hasta que hizo su entrada el pediatra, y mandó a todos a sus casas, porque la mamá que acababa de parir y el debutante papá necesitaban intimidad. Antes de cerrar la puerta, miró a los bebés. Señaló al más pequeño y me dijo: este chiquito te va a volver loca. Por qué? pregunté. Son años, dijo. Y salió. (Y no se equivocó)
La noche continuó caótica. Ignacio, el que nos volvería locos, fue puesto en una cuna térmica, porque perdía temperatura, y Federico no paraba de llorar- A mitad de la noche, casi madrugada, volvió el pediatra. Basta de tetas vacías, traigan mamaderas! Son dos bebés para alimentar! gritó el petiso idéntico a Dany de Vito a las enfermeras, que me habían torturado por horas con el bla bla bla de la lactancia materna y lastimando mis tetas vacías- Gotas de Factor AG para el gordo y abrile le boca al chiquito, porque aún no controla los reflejos, me dijo. Y así se llamaron hasta dejar la clínica, Gordo y Chiquito.
No recuerdo mucho del día siguiente, salvo que me adormilaba de a ratos, y en uno de esos momentos alguien dio mamaderas a los bebés, creo que mi madre; y una voz me dijo que habían mandado a Roberto a dormir- Recuerdo también ver acercarse lentamente a mi suegro al borde de mi cama y acariciarme la cabeza. Un capo mi suegro. El abuelo Manuel.
Esa noche me levanté. Increíblemente los bebés dormían, y su papá también. Fui al baño, me higienicé por mis propios medios, me lavé el pelo en la pileta del lavatorio, los dientes; y entonces mis ojos dieron en el espejo. No había prendido la luz del baño, sino una tenue luz amarilla de un antebaño. Siempre fui medio gatuna, siempre tuve visión nocturna. Entonces fue cuando me vi. Cuando vi a Silvia. A una Silvia que no era yo. Los ojos de mi abuela Edel me miraron desde el espejo. Me toqué la cara, que era la de mi padre, palpé mi nariz, a medias entre la de mi madre y mi padre. Y me asusté. Y supe que me había ido muy lejos, a algún lugar del que ya no volvería. Estaba perdida. Esa Silvia de 22 años que un día antes tenía la panza del tamaño de un globo terráqueo y los pies de un elefante, se había ido.
Sentí un ruidito, de esos que hacen los bebés. Contuve el llanto y el miedo y salí del baño. Chiquito (Nacho, vamos), se movía y cambiaba solo de posición. Tiene reflejos! se alegró esta Silvia, la recién llegada desde el espejo. Lo alcé, bien abrazado para que no perdiera calor, y pensé: vive, va a vivir- Lo separé un poquito de mi pecho y lo miré. Tenía cara de adulto y una mata de pelo colorado, al contario de su hermano, moreno claro y redondito, absolutamente bebé, tibio, algodonoso, morfable, parecido solamente a él mismo, como la mayoría de los bebés.
Tengo un nene zanahoria, pensé, flaquito y colorado.Hubo algo, una fuerza, un empuje, que me mandó otra vez al baño, al espejo. Apoyé su cara diminuta a la mía y nos miré. Sentí su maravilloso calorcito, y en medio de esos movimientos musculares, payasescos, que hacen los peques muy peques, vi en la carita de mi hijo a mi suegro, a mi esposo, a mi abuela paterna...y a mí. A mí de ese momento. A esa Silvia que había atravesado el espejo.
Y la otra Silvia, nunca supe qué fue de ella. Al instante, Gordo (Fede, vamos), rompió a llorar desaforadamente, y la jovencita de 22 años, embarazada, con toda la fama a cuestas de ser la futura mamá de los mellizos (tener dos bebés juntos te da una fama que ni Brad Pitt), se fue, no sé a dónde, y me dejó sola, perdida con mi bebé zanahoria en brazos, viendo saltar a mi esposo a acunar a Gordo, que lloró y lloró y lloró por el resto de la noche.
Y, mientras escribo esto, a cuarenta años de aquel momento, recuerdo una frase de un personaje de Winterson, que me va de diez: “Por qué la pérdida es la medida del
amor?-
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