A las siete horas de una mañana amarilla, Ana, como todas las mañanas, espera en la parada del colectivo. Mientras espera, como todas las mañanas, guarda las manos en los bolsillos de su abrigo y mira hacia arriba. El cielo escarchado de amarillo le confirma que la noche anterior había llovido. Ana, absorta la mirada en las nubes que fluyen, recuerda que soñó con una mujer rubia, que llevaba el bolso cruzado en bandolera. Ana queda unos instantes prendida de ese sueño, instantes suficientes para no advertir la presencia de una mujer perfumada de jazmín.
El colectivo se detiene en la parada, y la mujer sube antes que Ana.
Ana paga su boleto y se sienta a la izquierda de la mujer que huele a patios de verano y que saca un libro de su bolso, después de intentar mirar la ciudad a través de la ventana empañada de frío.
Ana, la mirada distante del espaciotiempo, ríe suavemente, sin saber que lo hace, y fosforece como luna en el recuerdo de un hombre del color del desierto. Tampoco sabe, almendrados los ojos por la risa, que su vecina de asiento la mira por sobre sus pequeños anteojos, fascinada por el resplandor lunar con el que iluminó las palabras que lee.
Ana sueña con un hombre sin rostro, y, perdiéndose en el sueño, libera la mano izquierda, que nunca sacó del bolsillo, dejando escapar el pájaro de papel de libro, de papel de libro de Omán, que anidaba entre su palma y su abrigo. El pájaro vuela y al instante se posa en la página de la que la mujer rubia intenta leer apenas unas líneas, para no perder la parada de su trabajo. Ana percibe en su despierta duermevela el movimiento de las manos de la mujer a su lado. Está desplegando, maravillada, el pájaro de papel que cayó sobre ella. Salalah!, dice Ana en un susurro, al tiempo que su vecina cierra su libro, lo guarda en su bolso y se levanta de su asiento. Tal vez se llame Lila, piensa Ana pensando en qué pensará la mujer de ese pájaro que cayó en las hojas pálidas de su libro, sin poder evitar fosforecer al incorporarse para cederle el paso. Es cuando un nuevo pájaro sobrevuela el colectivo junto con un profundo aroma de jazmín. Tal vez, sólo tal vez, la mujer del bolso en bandolera haya sentido aroma de canela al pasar por delante de Ana. Las miradas de ambas ni siquiera confluyen.
Mientras la mujer con olor a patios de verano baja por la puerta trasera, ensayando un salto de juego de rayuela al poner su pie derecho en la vereda, Ana se sobresalta. El colectivo arranca, Ana casi se eleva y su aura lunar grita pare por favor! Es aquí donde me bajo!
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En la esquina anterior, la mujer rubia, su pie derecho esperando en la estación Cielo de su rayuela imaginaria, ve detenerse al colectivo envuelto en pájaros de papel de libros de Omán. Y asiste al descenso de la luna.
Las dos mujeres, cada una en su propia intimidad de personaje, supieron reconocerse en los signos.
foto *Celes